domingo, 29 de marzo de 2009

Renata

El día había sido sólo de ajetreos, había cajas por doquier, aquí una llena de libros, más allá una repleta de videos y por acá otra conteniendo las primorosas muñequitas de Renata. Habían estado ordenando el traslado todo el santo día. Mañana traerían el gran camión que los llevaría de Arica a la capital y debían tener todo embalado para la mañana del siguiente día. Sólo quedaban sin embalar las camas, el televisor y uno que otro artefacto que todavía era necesario para pasar la noche. A Renata le habían encargado guardar todos sus juguetes en esa gran caja y ya casi había completado su tarea y ahora se dedicaba a correr entre las pilas de objetos que esperaban ser asegurados con cordeles y guardados en esas grandes cajas de cartón. Martín siguió empacando con gran cuidado todo su material de experimentación. Había llegado ese momento y se encontraba nervioso. Iría a trabajar a la capital, a esa gran empresa transnacional y no se encontraba seguro de si mismo. Se volvió a preguntar nuevamente si estaría haciendo lo correcto. Bueno, ya no tenía remedio porque ya había renunciado a su empleo y había firmado su nuevo contrato. Tomó con gran cuidado una docena de tubos de ensayos para ubicarlos dentro de una caja de cartón. En ese momento Renata tropezó y cayó encima de Martín haciéndolo perder el equilibrio y que dejara caer los pequeños frasquitos al suelo, en donde se rompieron en mil pedazos. Una irracional furia se apoderó de Martín y sin darse cuenta y con la cara congestionada por la rabia se dirigió a Renata: ¡estúpida chiquilla! ¿¡cómo se te ocurre andar corriendo cómo los animales!? Diciendo esto Martín la levantó en vilo y con un violento empujón la lanzó lejos de su lado. La pequeña Renata quedó pálida, su pequeño corazón se detuvo por un instante y enseguida y sin lanzar ni un sólo quejido, de sus ojitos comenzaron a brotar lágrimas, una tras otra y se quedó allí, hasta donde el empujón de su padre la había lanzado, quieta, paralizada. Casi como en una continuación a su gesto irracional, Martín sintió una oleada de ternura y arrepentimiento por su torpe acción. Por un instante no supo que hacer, luego se acercó y abrazándola, la apretó fuertemente contra su pecho. Renata siguió paralizada y de pronto comenzó a sollozar. Martín llenó de besos su carita mojada, pero era imposible, Renata no cesaba de llorar, era el suyo un llanto incontenible, una pena como Martín nunca había visto sentir.
Martín permaneció arrodillado abrazando a su hija hasta que los sollozos de la pequeña dieron paso a una profunda languidez. Él sabia y siempre había sentido que para su hija él era su mundo y su razón de ser… y ella no lo era menos para él, junto a su madre eran los dos únicos seres en su vida que aún conjugaban en su corazón el verbo amar. Por un largo rato Martín la mantuvo abrazada junto a su pecho maldiciéndose por dentro por su estúpida reacción. Después tomándola de la mano y alisando con torpes dedos los húmedos cabellos de su hija, le dijo muy bajito y susurrándole al oído, que le tenía un pequeño regalo. Renata, levantó su carita llena de pena y lo miró, como el sediento de amor mira en la noche la luz de las estrellas. Martín, con el corazón aún apretujado por el resultado de su violenta e irracional acción buscó en el bolsillo de su chaqueta esa pequeña linternita de luz anaranjada, que él usaba para iluminar sus experimentos y que, él sabía que su hija siempre había querido tener pero nunca se había atrevido a pedir. Renata, al ver la linternita lo miró con ternura y devoción y secándose las lágrimas, cómo sólo los niños saben hacerlo y como en un ensueño la tomó y aún sacudida por pequeños restos de sollozos la encendió. Volvió a mirar a su padre con tanto amor que Martín sintió de pronto un sordo dolor en las cuencas de sus ojos, pero Renata olvidada ya de su pena corrió a mostrarle su pequeño tesoro a su querida abuelita. Un instante después llegó su madre con Renata de la mano, ella sabía que esa linterna de luz polarizada era una apreciada herramienta de Martín. Sosteniendo a Renata de una mano y alargándole la linterna con la otra le dijo a Martín—hijo, ¿qué pasa con Renata? parece que estuvo llorando y... ten más cuidado con tus cosas Renata encontró tu linterna y la puede romper. Pero luego, mirando con más detención a su hijo, le dijo--- ¿qué pasa hijo?... ¿estás enfermo? Tienes los ojos rojos...

Empezaba a oscurecer y los astros de la tarde a hacer su trabajo de equilibrar las tinieblas de la noche con la claridad del día produciendo a esa hora nona una fantasmal penumbra de tranquilidad. La casa de Renata ya estaba en silencio y la niña, de nuevo con su flamante juguete comenzó los preparativos para irse a la cama. Martín apoyado en el marco de una ventana mira al cielo y se pregunta si Maria lo estará mirando desde alguna estrella con reproche. La abuela Milagros, sentada y pensativa tiene la mirada fija en la figura de Martín. Todavía le parece ver a María sentada junto a su hijo, mirándolo con esa ternura que la hacía tan única y que había conquistado su corazón y el de su hijo, y a él aferrado a su cintura, extasiado como ahora con las brillantes estrellas.

Llega finalmente la hora de los sueños y Renata en su camita, junta sus manitas y recita en voz baja sus oraciones al Señor “Señor del universo, permite que mañana vuelva la vida a comenzar, protege a mi abuelita, dale fuerza a mi papito y llévale a mi madre en el cielo un gran besito” Martín, como todas las noches, la escucha en silencio y en silencio luego la arropa y posa en su frente el eterno beso de buenas noches.

Renata esperó hasta que la casa quedó en silencio y luego se incorporó y en la oscuridad buscó ese block de hojas multicolores que usaba para escribir y que al pié de cada página, tenían impresas, en bellas letras de imprenta, pensamientos de su madre. Esas hojas eran un tesoro para Renata, un recuerdo de su madre, un regalo que había recibido para la última navidad que pasaron junto a ella. Con gran sigilo Renata toma su block, una estilográfica y su linterna y busca en la fría noche de invierno donde poder escribir. Renata escribe su carta, iluminada por el pequeño haz de luz de su linternita… después de un largo rato, el cansancio la doblega y se queda profundamente dormida. Renata sueña, abre sus ojos y ve a su madre que le sonríe… corre a sus brazos y son nuevamente los besos y las caricias de sus recuerdos… es su madre la que la abraza, la que se separa de ella y la mira con adoración. El cielo se ve azul… están sentadas como antaño, en el jardín de su casa, ahora todo cubierto de nieve y en el aire flota el vapor de sus alientos. Renata aparta un copo de nieve que ha caído sobre el cabello de su madre. No hay palabras, sólo caricias, besos y ese querer quedarse, abandonarse para siempre en los brazos de su madre...

Hay gritos en la casa… una loca carrera al hospital… Renata fue encontrada congelada dentro de un frío refrigerador… hay una tensa, una angustiosa espera… Martín no sabe que hacer… siente ganas de gritar, de llorar,… pero se queda ahí, en esa fría sala de espera del hospital, estático y sólo atina a esperar…El doctor se acerca a Martín, lo mira profundamente a los ojos y le dice “es un verdadero milagro, pero creo que estará bien” y le entrega un papel rosado y le dice: “estaba entre las ropitas de la niña”. Martín ya no se puede contener y las lágrimas brotan una tras otra, abraza al médico y musita muy despacio las gracias al Señor. Después de un largo rato toma el papel y lee: “Querido papito, perdona que sea tan tonta, desordenada y que te rompe las cosas… quisiera irme con mi mamá para que no tengas que preocuparte por mí y para que estés contento y puedas trabajar tranquilo y reír y cantar como antes lo hacías… te quiero mucho papito… tu ranita renata”... Allí finalizaba la cartita de Renata, pero a continuación se leía: “Eres el mejor presente que por siempre le dí a tu padre”. Martín reconoce la escritura y en su corazón sabe que María le ha devuelto a su hija.

Carlos Alberto.

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