domingo, 29 de marzo de 2009

La mujer eterna

La vi por primera vez a la salida de una estación del metro de Chicago, nuestras miradas se cruzaron, parecía una diosa griega y yo, un simple estudiante de pregrado no pude sustraerme a su embrujo, no puedo decir que fue un amor a primera vista, pero la intensidad de su mirada me impresionó. Nunca voy a saber porqué tuve que seguirla. Su caminar era elegante y pausado pero grácil, parecía deslizarse en el aire, su figura era preciosa, usaba un traje de estilo ligeramente oriental y parecía tener todo el tiempo del mundo. Con el corazón galopando en mis oídos me aproximé a ella. Quería hablarle, no dejarla ir... me sentí como en un sueño y no quería despertar. Se detuvo en un kiosco de diarios y yo me apresuré a ubicarme a su lado. Solicitó un diario y de pronto me volvió a mirar. Me perdí en el vórtice profundo de sus hermosísimos y melancólicos ojos negros y sentí una oscura e increíble angustia por ser ajeno a su vida. Ella debió haber percibido algo pues por un momento se quedó mirándome gravemente y luego, sin decir una palabra me sonrío dulcemente y se alejó como si no tuviese prisa. Su imagen quedó grabado en mi mente como nunca en mi vida... no era un simple recuerdo, desde ese día ella vivía en mi memoria.Nuestro segundo y último encuentro se produjo hace un mes. Me encontré con ella justamente a la salida de de un pequeño restorán de tapas en Barcelona. Esta vez fue ella la que se aproximó y me dijo... “necesito conversar”. La verdad es que la sorpresa fue tan grande que sólo atiné a mirarla y seguirla como hipnotizado. Caminamos por una gran avenida que terminó abruptamente frente al mar. Nos sentamos y estuvimos en silencio hasta que ella se acurrucó a mi lado y con una voz quebrada por la emoción me dijo--¡cómo quisiera morir!—no supe que responder... todavía no salía de mi sorpresa... como la primera vez, sólo atiné a mirarla como se mira una aparición portentosa. No sólo era la extraordinaria circunstancia de hallarme ahí, sentado junto a ella, junto a mi diosa griega, sino que, después de treinta años de haberla visto por primera vez... ella luce exactamente igual a la imagen de mis recuerdos... En cierto momento muy quedo dijo: “si, soy inmortal” y luego, como para ella misma... “he vivido tanto, tanto... ya no quiero seguir acumulando recuerdos, no quiero... pero no puedo... estoy condenada a seguir acumulando vivencias, recuerdos, memorias... es tan triste, tan triste y... tan injusto ser castigada por no olvidar...” Recuerdo haberle preguntado, un poco extrañado, de qué se trataba—pues no comprendí sus palabras—pero como antes sólo sonrió tristemente. La noche de ese día extraordinario fue la más bella de mi vida y la más terrible. Fuimos a mi departamento e hicimos el amor toda la noche, navegué en su níveo y sudoroso cuerpo con las ansias y el frenesí de años de nostalgias y reminiscencias. Nuestros únicos testigos fueron las estrellas y una lejana luna casi perdida en el horizonte. Nunca olvidaré su aroma y sus suaves quejidos cada vez que mi pasión estallaba en su arqueado cuerpo... fue una noche de amor, locura y pasión desenfrenada... lo último que recuerdo fue que cerré los ojos abrazado a ella como un naufrago a un salvavidas y con mi rostro descansando en sus dulces y tibios pechos. Cuando desperté se había ido... sólo dejó una viejísima Biblia que he escondido en lo más oscuro de mi bodega pues me da miedo leer lo que temo encontrar entre sus páginas... porque la pregunta que ahora me acosa día y noche es... ¿quién podría ser esa portentosa mujer que vive en la eternidad de los tiempos castigada por recordar, castigada por no querer dejar atrás sus más caras vivencias? Temo llegar un día a saber la respuesta.

Carlos Alberto

No hay comentarios:

Publicar un comentario